jueves, 23 de enero de 2014

ENJOY THE RIDE

No me gusta la Montaña Rusa. No me gusta que suba y baje desquiciadamente y a toda velocidad. Ni me hace gracia la forma en la que frena de golpe, o en la que todo el mundo grita cuando hace un giro. Además, me revuelve el estómago y me hace doler la cabeza.
Y cuando pienso que se terminó vuelve a empezar y da otra vuelta, esta vez hacia atrás. Esto, exactamente es lo que está pasando ahora. Y es que cando creí que había descubierto lo que necesitaba y que estaba en el camino correcto para conseguirlo, todo vuelve atrás y me pone de nuevo en el ojo de una tormenta eléctrica, con rayos y truenos que retumban por todas partes.


Hasta no hace mucho tiempo –¿dos semanas serán ya?– creí sinceramente que estaba logrando la felicidad tan deseada. Y no hablo del estallido de felicidad que nos pasa sólo de vez en cuando, como con el nacimiento de Carmela y Renata o con la noticia de haber conseguido mi primer trabajo, o como cuando me entregaron el diploma de licenciada. Hablo de la calma de espíritu que me da sentirme a gusto con mi propia vida. Es por eso que prefiero la Rueda de la Fortuna, porque a pesar de que me da miedo de que se gire la silla o se me caigan los zapatos, es un viaje tranquilo en el que podés conversar, sacar fotos o disfrutar en silencio la vista increíble que se logra cuando estás llegando a lo más alto, esté donde esté.

Pensé que estaba logrando ese difícil equilibro en movimiento y creí que era porque vos no estabas, porque no hamacabas más mi silla buscando adrenalina. Además, ya no tenía que explicarte una y otra vez porqué no me gusta la Montaña Rusa ni convencerte de que me acompañes a la Rueda de la Fortuna, o tratar de que entiendas porqué le digo así en lugar de decirle la Vuelta al Mundo, como vos. Es decir, ya no tenía que remolcarte más por la vida, ni enmendar tus agujeros, ni suplir tus ausencias. Haberme liberado de ese trabajo me daba tanto tiempo libre para dedicarme, descubrirme y disfrutarme, que me di cuenta de que amo estar sola. A diferencia de muchos, la soledad y el silencio tienen para mí un efecto curativo y energizador. Y poco a poco, empezaron a aparecer esas pequeñas cosas que llenaban mi vida de genuino placer: leer sin parar y en todas partes, perder toda la mañana de un sábado durmiendo hasta el medio día, cantar a los gritos una y otra vez la misma canción, llegar a casa y pasar una hora completa jugando con mis hijas, llamar a mis amigos sólo porque quiero escucharlos, visitar a mis viejos como hija única aunque no lo sea, conversar con mis abuelos mientras tomamos unos mates muy calientes, o mirar el cielo por la ventana sin hacer nada más, sólo observando cómo se mueven las hojas de los árboles con la brisa de la tarde. Mi vapuleado corazón se fue sanando de a poquito y me sentí fuerte, creí que podía con todo, porque por primera vez desde que tengo memoria no tenía miedo: ni de lo que fue, ni de lo que será. Sólo importaba hoy, lo que estaba viviendo precisamente en ese momento.

Pero yo no había cerrado la puerta todavía. Había quedado entornada y por una hendija entraste vos con hermosos discursos y promesas de amor, pintando un cielo de arcoíris y jurando que ahora odiás la Muntaña Rusa porque entendiste que la Rueda de la Fortuna es mucho mejor. ¿Qué hice yo? Te creí. Porque quería, con desesperación, creer en un final feliz para todos. Porque no me permito sentirme a gusto con mi vida si eso implica que otra persona sea infeliz. Tu tristeza me dolió más a mí que a vos. Pero sabé que hace más de una década que no me sentía así de plena, segura y libre, y que fue la primera vez en mi vida en la que me sentí completa. Dudé, como siempre, de que tu discurso fuera sincero. Pero te vi tan convencido de subirte a la Vuelta al Mundo que me dejé llevar y no quise escuchar si quiera a mis propios sentimientos. Por eso, no puedo decir que haya tomado la decisión de volver con vos, sino que fue algo que simplemente pasó: Un día me desperté y estaba toda tu ropa de nuevo en el placar de mi cuarto.

Lo que siguió fue una cadena de desencantos, o mejor dicho de desencuentros: perdimos la conversación, el interés por el otro, ya no había mensajitos ni llamados sólo para saber “¿cómo estás?”, ya no había abrazos ni propuestas de pasar tiempo juntos y a solas, esos proyectos en común se esfumaron con la misma vehemencia con la que me los presentaste. No hubo más acuerdos, ni respetamos lo convenido. Sólo quedó la rutina, los problemas, los platos para lavar, las niñas para bañar, las cenas para cocinar y los pedidos de materiales de la maestra que parece creer que el sueldo completo y el poco tiempo libre de las madres está supeditado exclusivamente al colegio. Esto por enumerar sólo algunas de las acciones obligatorias que volví a repetir a diario como una autómata malhumorada. Mi realidad se cubrió de astío. Ya no tengo si quiera esa media hora de silencio a solas que recuperaba mi energía cuando las nenas ya se habían dormido y yo me disponía a hacer lo mismo. Perdí toda la seguridad que tenía sobre lo que quería para mí. El aburrimiento y la tristeza fueron colmando gota a gota un pequeño vasito vacío hasta que, sin más, me vi rápidamente envuelta en un maremoto de angustia y una horrorosa sensación de ahogo, otra vez.

Y ahora, sólo ahora después de estallar en lágrimas y de haberte gritado sin control, me doy cuenta de que tenés razón: es sólo una cuestión de percepción. Si sos vos el que demandás tanto de mi, ¿porqué soy yo la que se siente frustrada y abandonada? Y me respondo, como si estuviera hablando con una tonta que no entiende siquiera las más grotescas obviedades: ¡Porque yo me abandoné primero! Decidí proteger a mi familia, a las pequeñas que amo y a vos, por encima de mí misma. Y esta angustia que siento tan hondo es el costo necesario de sostener una decisión de estar con alguien que no puede –ni tiene porqué– dar más de lo que da, que ya es suficiente.

Así que, ya ves, asumo la responsabilidad de todo. Sólo que no puedo reprimir ni cambiar lo que siento. No puedo borrar mi angustia. Tampoco negar la necesidad de que me demuestres tu amor de una forma más convencional. ¿Y cómo pedirte eso? Vos que amás la velocidad, los giros y las subidas rápidas e intempestuosas, que soñás en grande o no lo hacés. ¿Debería apasionarme yo también entonces? Creo que eso sólo derivaría en grandes olas que se desarmarían en la orilla una y otra vez –lo que está sucediendo justo en este momento–, como en las subidas y bajadas de la Montaña Rusa. Sin embargo, es un juego que te va mucho mejor que mi calma y sosa Vuelta al Mundo. ¡Qué complejo! Yo no puedo jugar tu juego y vos no podés jugar el mío.

La pregunta real es ¿podemos crear juntos un engranaje que funcione entre tu Montaña Rusa y mi Vuelta al Mundo? Uno que te permita a vos explorar toda la adrenalina de la velocidad; y a mí el camino tranquilo de la exploración. No tengo ninguna de las respuestas necesarias para develar el enigma. Lo único que está a mi alcance es haer, esta vez sí, algo por mí: ser feliz.

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